Morirse no mola. Es un secreto a voces, aunque ninguno de los que leéis esto (ni por supuesto quien escribe) se haya muerto nunca. Nos morimos porque no nos queda otra. Pero nunca es buen momento.
La muerte está ahí, como la mítica espada colgante, como un Samsung que de repente explota en el bolsillo del pantalón. No sabemos nada de ella: ni cuándo, ni dónde, ni para qué (suponiendo que haya una razón, además de la biológica). No sabemos qué hay después, ni qué se siente durante. No tenemos la más remota idea. Por eso para algunos es un tema del que no se habla en la mesa. Para otros, simplemente, una oportunidad para especular. O el trending topic del humor negro. O lo que te lleva a entrar en bucle cuando te sale la vena intensa con tus amigos —y hay varias botellas vacías sobre la mesa.
Sea lo que sea, ahí está. Hay quien intenta esquivarla, como Esquilo, pero la verdad es que si la muerte no se produce por el derrumbamiento de tu casa, se producirá de la forma más absurda. Hay quien, precisamente por eso, tiene el carpe diem por mantra. Y hay quien intenta prever. Y hacen testamento. Graban en cintas de casete mensajes para ese amante tardío con el que no se pudo hacer todo lo que se habría querido. O encargan misiones a título póstumo, en vídeo. O se dejan llevar por el impulso creador e intentan «dejar huella», un legado que trascienda, algo que dure más que el cuerpo que será corroído.
La posteridad fue una de las obsesiones del Romanticismo. Pero en estos tiempos en los que casi todo dura casi nada, es una ambición loable —que roza la megalomanía. No se trata de desanimar a nadie, ojo. Es más bien lo que hay. Ya casi no queda espacio disponible para levantar pirámides; los ahorros no dan ni para comprar casas, menos todavía para constituir fundaciones para que la gente se acuerde de lo bueno que eras cuando ya no estás. Son malos tiempos para la posteridad. Y sin embargo, inconscientemente, pensamos en ella.
O eso es lo que afirma un estudio de la Escuela de Psicología de la universidad de Kent. Según dicen (en el que se considera el primer estudio empírico sobre la capacidad de la creatividad para reducir la ansiedad en individuos para los que la creatividad constituye una parte central de su cosmovisión cultural), quienes tienen altos niveles de ambición creativa son, por lo general, más resilentes a la muerte, es decir, se preocupan menos por ella.
Los 108 participantes del estudio completaron dos cuestionarios con los que se midió su nivel de logro creativo y su ambición creativa. La conclusión del estudio (podéis profundizar en él aquí) fue que quienes tenían puntuaciones más altas en ambos aspectos, hacían menos asociaciones con la muerte en sus procesos mentales, después de pensar en su propia desaparición, en comparación con el resto de individuos. Porque, en el fondo, quizás confían en que su obra trascienda, que quede en el recuerdo de la gente… para así seguir con vida.
Por eso los grandes no mueren. A nadie sorprende que se siga hablando de ellos, de sus obras, de sus vidas. El obituario colectivo está lleno de genios, de personas que hicieron algo memorable. Probablemente sus espectros y su recuerdo nos sobrevivirán (y en el caso de Elvis, incluso puede que nos sobreviva él mismo).
Si quienes nos dedicamos a la creatividad creyéramos que nuestro trabajo nos va a reportar un hueco en la memoria de la gente, ¿trabajaríamos mejor? ¿Lo daríamos todo por cada post de este blog? ¿Por esa acción digital que tiene que ser sí o sí viral? Cómo sería si trabajáramos así, sabiendo que nadie recordará nada dentro de un mes, ni siquiera el cliente, ni siquiera tú mismo, pero sin decirlo, como el hermano mayor que maquilla, por el pequeño, la verdad sobre los magos de Oriente. Ver a tu dupla devanándose los sesos, pensar que en realidad deberías llevártelo a casa, meterlo en su cama y darle un vaso de leche con miel. Y, en lugar de eso, sentarte a su lado, subirte las mangas del jersey y decir: «sigamos». Sería bonito. Sería de necios.
Así que limitémonos a trabajar lo mejor que podamos. Tenemos suerte de dedicarnos a esto. Puede que nuestra creatividad no vaya a concedernos la inmortalidad, pero al menos nos da los suficientes quebraderos de cabeza cada día como para no preocuparnos por cosas del más allá.