“Creemos todos juntos la nueva estructura del futuro, en que todo constituirá un solo conjunto”. Este es uno de los párrafos del Manifiesto Bauhaus de 1919 firmado por su creador Walter Gropius y en el que abogaba por la unión de diferentes artes y artesanías, contra la separación de saberes imperantes.
El mundo en el que surgió este manifiesto no era fácil. Era un mundo de crisis, la de una Alemania derrotada, endeudada y empobrecida tras la I Guerra Mundial y aún se pondría peor tras la crisis del 29. Fue uno más de los movimientos de vanguardia de principios del siglo XX que no veía soluciones en los modelos clásicos a las necesidades de esa nueva sociedad en crisis. Aunque se centró sobre todo en la arquitectura, sus críticas son suficientemente abiertas como para que pudieran aplicarse a otros campos e incluso ser una buena lección para nuestra crisis de hoy.
La primera gran crítica era la que se refería a la separación de saberes. Por una parte existía la ingeniería, por otra la arquitectura, el diseño, la decoración, la artesanía… pero en la Bauhaus vieron que las soluciones necesarias requerían de la unión de todos los saberes y no de su separación.
A esto ahora lo llamamos interdisciplinariedad y cualquier empresa de nuevo cuño debe tener en la diversidad de saberes una de sus fortalezas. Ahora, en nuestro sector, no es raro ver juntos trabajando en comunicación a matemáticos, publicistas, ingenieros, periodistas, sociólogos, filólogos e incluso filósofos y sacando de esta variedad la riqueza de puntos de vista para una mayor creatividad e innovación. Esto lo vieron en la Bauhaus hace casi 100 años y abogaban por talleres en los que todos trabajaran como lo han hecho durante siglos los artesanos.
Otra crítica importante fue contra la falta de aprovechamiento de la tecnología existente para hacer mejor la vida de las personas. Mucha tecnología que los ingenieros estaban usando en obras publicas no había llegado a la arquitectura, que se consideraba una categoría superior, lo que daba lugar a que las casas fueran costosas. Tecnologías como el hormigón armado, que después emplearían profusamente arquitectos como Le Corbusier, permitieron nuevos diseños funcionales en las viviendas y un abaratamiento de los precios.
Por la Bauhaus pasaron arquitectos, pero también pintores como Paul Klee y Kandinsky. Precisamente de Paul Klee hay ahora mismo una magnífica muestra en Madrid, en la Fundación Juan March que ha sido la inspiración de este post.
La razón de haber traído aquí la historia de la Bauhaus es porque tiene algunas analogías con el momento actual.
Primero, como en toda crisis, hay que replantearse los modelos de la sociedad para regenerarla. Segundo, esta regeneración surge de pequeñas iniciativas, que llevan en “su hacer” la nueva cultura. Con el tiempo, estas iniciativas proliferan y acaban cambiando el modo de pensar general.
La Bauhaus se centró en pensar en el ser humano, en la función que una casa debería tener para él y en qué tecnologías podrían ayudar a extender las ventajas a un número cada vez mayor de personas.
Para hacer eso hay que abandonar los modelos anteriores, incluso el educativo. No creían en una enseñanza de las Artes con mayúsculas y otra de la artesanía con minúsculas. Lo que se enseñaba (como lo que hoy se enseña) era óptimo para un tiempo pasado pero no para un mundo nuevo que hay que construir con otras ideas. Por eso la Bauhaus se constituyó como un nuevo centro de formación, un centro en el que se aprendía por la acción, “haciendo” (learning by doing), como se había hecho siempre en el mundo de la artesanía. Es un mundo en el que las fronteras no están claras, en las que unos saberes permean a otros.
El resultado eran objetos, pinturas y edificios increíblemente modernos incluso para hoy en día (véase todavía en Barcelona el pabellón alemán de 1929 (Barcelona) de Mies van der Rohe en Monjuic) y cuyos valores básicos son tan permanentes que han hecho en pleno siglo XXI que hayamos asistido a éxitos extraordinarios como el del iPhone: sencillez, utilidad, diseño/estética y tecnología. En suma, edificios y objetos bien pensados desde el punto de vista de la función que debían cumplir y, por tanto, relevantes (útiles). La relevancia es un valor actual en alza y lo comentamos en un post anterior a propósito de los contenidos en comunicación.
Por supuesto que un reto así tuvo su reacción en contra y la escuela fue cerrada por los nazis en 1933. La mayor parte de sus integrantes, entre ellos Gropius y Mies van der Rohe, huyeron al lugar más abierto y que podía acoger sus ideas: Estados Unidos. El resultado fue el opuesto al buscado por sus oponentes. En vez de desaparecer, sus ideas fueron la base del desarrollo de la arquitectura estadounidense a partir de los 40, sobre todo en Chicago, con, por ejemplo, los rascacielos de vidrio y metal e influyendo en la formación de los nuevos arquitectos en el país que se estaba convirtiendo en el más poderoso y de allí su influencia llegaría a todo el mundo.
Como en estos post siempre hablamos de comunicación, en Neolabels creemos en esos valores de la Bauhaus (sencillez, utilidad, diseño/estética y tecnología), aplicados a la comunicación y lo creemos porque vemos cada día su efecto. Existe una gran oportunidad/demanda social de rediseñar los modelos y podemos hacerlo a base de los componentes que ya existen (esto no requiere grandes inversiones y es lo que la evolución lleva haciendo millones de años).
La moraleja para nuestro tiempo de esta historia de la Bauhaus es que estamos en una etapa de alumbrar un nuevo modo de hacer las cosas, y que como no sabemos cómo va a ser, el “hacer” y el “probar” pasan a ser incluso más importantes que el análisis exhaustivo. Tenemos que hacernos más artesanos, bajar de nuestros pedestales.
Como decía el manifiesto en 1919: “La base de un buen trabajo de artesano es indispensable para todo artista. Allí se encuentra la fuente primera de la imaginación creadora”.