Contar una historia es un arte. Lo es desde que cambiamos los gruñidos por palabras. Hubo un tiempo, cuando no existía Netflix ni Facebook ni WhatsApp ni LaLigaTV, en el que no había más remedio que contar historias para matar el tiempo entre las horas posteriores a la cena y el momento de acostarse (y en otros momentos, claro).
Sin remontarnos tan atrás, contar historias de terror en torno a la fogata era un clásico de los campamentos. Quien fue a uno, lo sabe. Era momento de risas, pique sano (y un poco de crueldad) para los monitores. De emoción y de tensión épica para los chavales. Incluso el típico malote posponía sus fechorías. Porque no hay quien se resista a una buena historia.
Sin embargo, la oralidad no vive su mejor momento. La hiperconexión tiene mucho que ver en ello (según consultora «Oracle Marketing Cloud» afirma que los españoles consultamos el móvil una media de 150 veces diarias). También la cultura de la atención fragmentada en la que vivimos. Pero el principal problema (suponiendo que veamos un problema en esto) está en cada uno de nosotros. Porque no es solo que cada vez escuchemos menos, sino que estamos dejando de contar historias, cara a cara.
Es cierto que en el día a día una historia compite con un sinfín de estímulos que pugnan por captar la atención del oyente. Eso requiere un esfuerzo grande por parte de quien quiere contar algo, que no siempre está dispuesto a asumir. Además de cierto talento narrativo, bueno, dejémoslo en «cierta gracia para contar», cosa que no todo el mundo tiene (aunque se puede aprender). Por no hablar de que alzar la voz por encima de la de los demás… es agotador. Y de que es casi imposible contar algo sin sufrir una interrupción. En fin, que sí, que es complicado. Aunque hay algo aún más complicado: tener algo que contar.
La buena noticia es que todos tenemos una historia digna de ser contada. Incluso quienes creen que en su vida «nunca pasa nada emocionante». Basta con apreciar la cotidianidad y hacer un poco de memoria para encontrar esa historia. Después solo hay que lanzarse. Porque es una pena que tantas historias se queden, simplemente, en el recuerdo de quien las atesora.
Eso debieron de pensar en Estados Unidos, donde para no perder una tradición milenaria (o simplemente porque detectaron una oportunidad de negocio), triunfan las story slams, unas «competiciones» en las que los participantes cuentan una historia personal de viva voz, sin apuntes, a unos desconocidos que les están deseando escuchar.
En Nueva York, por ejemplo, existe una comunidad llamada «The Moth», que lleva desde 1999 enseñando y compartiendo el arte del storytelling (la palabra de moda en publicidad, de la que ya hablaremos en otra ocasión). Pero también se organizan en Filadelfia, Milwaukee y en ciudades remotas de Colorado. La influencia de las story slams es tan grande que han cruzado la frontera hasta Vancouver, e incluso el charco, hasta llegar a Londres, Glasgow, Bristol… Puede que, con suerte, uno de estos días lleguen a nuestro país.
Hasta que eso ocurra, podemos ir practicando. Quizás sea el momento de repensar el uso que le damos a «Snapchat» o al recién estrenado «Instagram Live». O quizás simplemente haya que sentarse alrededor de una fogata (imaginaria, por favor) y contarle esa historia que guardamos dentro a quien tengamos más cerca.